Una mujer
con prisas
Su nombre es Celia, va camino de dejar a su hija en la
escuela. Llega tarde y conduce a toda prisa. Piensa en las tareas que le
esperan al llegar a casa, son las
mismas de todos los días, las de una ama de casa que no tiene vida propia.
La monotonía la agobia, nota que se ahoga, que le faltan horas
al reloj, que no llegará.
A menudo se refugia en sus sueños, esos que no ha podido
cumplir. Cuando terminó su carrera, su aspiración era la de convertirse en guía
turística. Eso le habría permitido viajar por todo el mundo, su gran pasión.
Pero un embarazo no esperado truncó sus sueños, obligándola a casarse
repentinamente y sin apenas haber comenzado a vivir.
En su matrimonio siente que ya no es feliz, que ya no está
enamorada y que quizás nunca lo estuvo. Disimula por su hija que no pasa nada,
pero en el fondo de su corazón sabe que su niña es una víctima de sus errores y
desea darle una vida más feliz. Tiene pendiente acabar con la farsa en la que
se ha convertido su matrimonio y empezar una nueva vida donde poder cumplir sus
sueños.
Mientras conduce despistada divagando en sus pensamientos,
su coche llega a un paso de peatones. Una chica que camina veloz lo atraviesa
sin mirar y Celia no puede parar. Los frenos de su viejo coche no le responden
y en milésimas de segundo, el presentimiento de que todo acabará en un trágico
final se apodera de ella. Celia mira por el retrovisor y su mirada se funde con
la de su niña; es una mirada de dolor, de intenso amor, de despedida.
Un niña con
miedo
Se llama Ana, tiene ocho años y tiene miedo de que sus
padres se separen. En su casa todo es tristeza y el silencio que la inunda solo
se rompe con las frecuentes discusiones, resultado del desamor que éstos se prodigan.
Ana pasa muchas horas en la soledad de su cuarto, leyendo o imaginando otra
vida en la que sus padres se quieren, no discuten y le muestran su cariño.
Sueña que está de vacaciones permanentes, que por fin llega un hermanito, y que
juntos pasean agarrados de la mano por la playa en los días de primavera,
cuando el sol empieza a calentar.
–¡¡¡Mamá cuidado!!! –Ana avisa a su madre; una chica
está cruzando la carretera y ésta parece no haberla visto. Todo sucede rápido,
un mal sueño del que Ana quisiera despertar. A través del retrovisor, las
miradas de ambas se funden y se dicen lo que nunca se dijeron. Es una mirada
llena de amor y de arrepentimiento por el tiempo perdido.
En ese momento unas lágrimas de dolor emergen desde fondo
de sus almas, para quedar cristalizadas para siempre en sus ojos.
Al momento todo es silencio.
La chica de la mirada triste
Candela camina con prisas camino de su trabajo. Hoy se
ha entretenido más de la cuenta y va un poco justa; sus pies apenas tocan
el suelo, parece que vuela.
En su cara lleva dibujada la
tristeza, ha perdido las ilusiones que un día tuvo. Todos sus proyectos por una
u otra razón acaban siempre en el olvido.
Su vida no le gusta, su imaginación vuela a menudo hacia
sus sueños y allí construye una nueva vida que la llena de felicidad.
Se imaginaba a si misma regentando un café; un lugar para
desayunos y meriendas.
Tenía hasta la decoración elegida: las paredes serían de madera blanca, suelo adamascado en
blanco y negro. Con la cocina al fondo y una gran barra presidiendo el gran
comedor con mesas redondas y cuadradas de diversa capacidad. Incluso pondría
dos sillones orejeros que recordarían el rinconcito de lectura de la sala de
estar de la abuela, con una tenue iluminación e hilo musical bajito.
En su ilusión es feliz, se
imagina charlando animadamente con los clientes y haciéndolos participes a
todos de su felicidad. Todos querrían volver, cada mañana, tarde o noche a
aquel lugar, tan acogedor. Ya tenía hasta el nombre pensado “El sueño de
Candela”.
Mientras camina despistada, cruza la
calle sin mirar inmersa en sus sueños. En su rostro se dibuja una sonrisa, será
la última sonrisa para Candela. Un fuerte impacto contra su cuerpo y segundos
después el cuerpo sin vida de Candela yace tendido en la cuneta.
Sin frenos por la vida
Que tiempos aquellos en los que Juan me conducía por la
vida; sin prisas, suave. Me cuidaba como a uno más de sus hijos, siempre estaba
reluciente y en perfecto estado. Yo a cambio llevaba a Juan, Rosa y a
sus tres niños, Juanito, Luisito y Celia a donde ellos me
pedían. Viajábamos por la vida felices. Todo era perfecto. Juan era
mecánico en un taller, Rosa trabajaba en casa, hacía arreglos de costura para
una tienda del barrio. Los niños crecían con la felicidad y el amor de sus
padres. Cuando llegaba el verano, todos nos preparábamos para partir
de vacaciones, todo eran cánticos y alegría hasta llegar a nuestro destino.
La vida fue pasando, pero todo dio un giro inesperado cuando
Rosa enfermó de una terrible enfermedad, pocos meses después falleció. Estos
acontecimientos sumieron a toda la
familia en una tristeza permanente, sus caracteres se agriaron
e inevitablemente los desunió como familia. Juan y Luis fueron
los primeros en abandonar la casa, se casaron y marcharon a vivir lejos.
Celia vivió con su padre unos años más, pero también
marchó pues tuvo que casarse precipitadamente al quedarse embarazada.
Juan se quedó solo, ya no me cuidaba y yo me fui convirtiendo
en una chatarra. Pasaron los años y al fallecer también mi querido Juan, Celia se
hizo cargo de mí. Yo era el único vinculo que tenía con su infancia y sentía
que si me recuperaba, también recuperaría lo feliz que fue en su niñez.
Pero Celia, ya no tenía esperanzas y, poco a poco, fui
envejeciendo también. Tenía muchos achaques por los años y los pocos cuidados
que recibía y así llegamos hasta
el día de hoy. Voy sin frenos hacia un final anunciado, en el que todo
acabará para siempre.
Soy un modelo SEAT 124 color beis, ya poco queda de
mi chapa brillante de antaño, ahora luzco el robín de los años que me causa la
humedad de ésta ciudad.
Hoy siento que éste paseo será el último y que con
el arrastraré tres vidas a su fin, para convertir sus sueños, en
sueños rotos.